Se dedica el tercer domingo de la Pascua a las mujeres mirróforas (portadoras de bálsamo) quienes cuidaron el cuerpo de Cristo en su muerte y quienes fueron las primeras testigos de Su Resurrección.
Las mirróforas hicieron algo políticamente incorrecto al dirigirse al sepulcro custodiado por la guardia romana de Poncio Pilatos, sin el temor a las crítica o alas autoridades, temor a un peligro evidente, como mostraba los mismos sucesos que habían llevado a su maestro a la cruz, o que tenía enclaustrados a los apóstoles.
Podemos preguntarnos ¿qué las animaba? ¿qué fuerza superaba su temor?, porque amar, todos amamos en mayor o menor grado. Pero amar como pide el Evangelio, amar a los otros como Cristo nos ha amado exige mucha audacia, mucha parresía.
El motor de esa energía es la fe. “La fe es fundamento de lo que se espera, y garantía de lo que no se ve”.(He 11, 1). Esa fe, despertada en los campos de Galilea escuchando al maestro y cimentada en el amor a quien prometía la vida eterna, es capaz de vencer las enfermedades, como ellas recordaban haber visto en numerosos signos milagrosos, y de mover montañas, como afirmaba Jesús. Hoy es el Espíritu Santo el que nos revela a Cristo y quien alimenta nuestra fe bautismal. Es el Espíritu enviado por Cristo quien nos trae el amor de Jesús a nuestras vidas y quien nos da fuerzas.
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